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Reconfortado por la generosidad del duque y por la bondad y comprensión de los fran-ciscanos y el armador, el genovés se dirigió a la corte, instalada en Córdoba, provisto de la valiosa recomendación ducal.
El 20 de enero de 1486 consiguió ser recibido por los monarcas. Durante la audiencia, Fernando se mostró frío y evasivo, pero no así Isabel, quien juzgó conveniente someter los planes de Colón a una comisión de peritos, tal como había sucedido en Portugal. Además, le fue concedida una pequeña pensión en tanto los expertos deliberasen y se le procuró alojamiento en Salamanca, ciudad donde se instaló Colón con su hijo Diego, a quien hizo venir de Portugal después de que su esposa falleciese.
En principio, la junta de técnicos fue contraria a los planes colombinos, por considerarlos erróneos; en efecto, los cálculos de Colón situaban las costas o archipiélagos asiáticos a 750 leguas al oeste de las islas Canarias, lo que realmente era inexacto. Los reyes dieron a conocer esta resolución al interesado en Málaga, aunque le prometieron volver a tratar el asunto cuando finalizase la guerra de Granada contra los musulmanes. Durante la espera, el descubrimiento del cabo de Buena Esperanza por parte portuguesa, que suponía la apertura de una ruta hacia la India circunnavegando el continente africano, restó interés al proyecto colombino de llegar a las mismas tierras por occidente.
Ante la lentitud de la monarquía española en tomar una decisión, el genovés decidió buscar fortuna en Francia. Se puso en camino y pasó de nuevo por La Rábida, donde su viejo amigo el prior le propuso demorar la partida y apremiar a los reyes. El Reino de Granada acababa de caer y la situación parecía volverse en su favor.
Durante una nueva audiencia con los soberanos, Colón exigió ser nombrado Gran Al-mirante de la Mar Océana y virrey de todas las tierras que descubriese, además de pedir un 10 por 100 de los beneficios generados por la expedición. Fernando se enfadó y puso fin a la entrevista; Colón, resignado a continuar su peregrinación, emprendió de nuevo viaje hacia Francia. Llevaba dos horas de camino cuando fue alcanzado por un emisario: un judío converso, el tesorero del reino Luis Santángel, había hecho triunfar su causa y convencido a la reina Isabel, ofreciéndose a adelantar el dinero necesario para la expedición. Por fin, el sueño de Colón iba a hacerse realidad.
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